Del Escritorio de Nuestro Párroco
Querida familia:
El Adviento es un tiempo de profunda espiritualidad en el que aprendemos a esperar con paciencia la venida del Mesías. En el primer domingo de Adviento, las lecturas nos advirtieron que permaneciéramos despiertos y espiritualmente vigilantes; esto es un llamado a restaurar la esperanza. El segundo domingo nos advirtió contra el peligro del arrepentimiento complaciente y utilizó el Bautismo con el Espíritu Santo y la imagen del fuego para animarnos a un arrepentimiento radical; esto es un llamado a restaurar la paz. Hoy se nos recuerda que debemos ser pacientes con Dios y con nuestro prójimo para ser hallados dignos en su venida; esto es un llamado a restaurar la alegría, especialmente para aquellos, según el Papa Francisco, cuya vida parece una “cuaresma sin pascua”.
Este tipo de alegría, según Francisco, permite que el trigo crezca en medio de la cizaña y que la luz del Espíritu Santo irradie en medio de la oscuridad. Hoy encendemos la vela rosada que simboliza la alegría, razón por la cual el Tercer Domingo de Adviento también se llama Domingo Gaudete, del latín Gaudete, que significa "regocijarse".
La primera lectura ilustra claramente el tema de la celebración de hoy: “Regocíjate, yermo sediento. Que se alegre el desierto y se cubra de flores, que florezca como un campo de lirios,que se alegre y dé gritos de júbilo.” Cuando no hay alegría, la vida se vuelve como un desierto, una tierra reseca o una estepa (tierra árida). La alegría es diferente del placer temporal que resulta de las posesiones mundanas. Uno puede carecer de posesiones mundanas y aun así estar lleno de alegría. Uno puede enfrentar privaciones en la vida y, sin embargo, estar lleno de alegría. Uno puede estar físicamente enfermo o tener discapacidades físicas, pero estar lleno de alegría, e incluso más alegre que quienes están físicamente sanos. Uno puede tener todas las posesiones mundanas, pero no tener alegría.
El profeta Isaías dice: “Fortalezcan las manos cansadas, afiancen las rodillas vacilantes. Digan a los de corazón apocado: ¡Ánimo! No teman.” Las mismas palabras fueron dirigidas a Pedro mientras caminaba sobre el mar en el Evangelio de Mateo: “Ánimo, no teman, que soy yo” (Mt 14,27). En la primera lectura de hoy, escuchamos la promesa: “Se iluminarán entonces los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos se abrirán. Saltará como un venado el cojo y la lengua del mudo cantará.” Otros milagros vendrán después. Cuando pasemos la prueba de la fe y la esperanza, entonces los milagros vendrán, como les ocurrió a Abraham y a Job. Esta alegría es la alegría del corazón que proviene de conocer a Jesucristo, estar cerca de él, entregarse a él, confiar en él, dejarse guiar por sus palabras y preceptos, y por las inspiraciones del Espíritu Santo. Esta es la alegría del Señor, nuestra fortaleza (Nehemías 8:10).
Debemos aprender a ser muy pacientes con Dios y con nuestro prójimo. La segunda lectura de hoy nos advierte que seamos pacientes con Dios como un agricultor espera la cosecha, y también con nuestro prójimo, sin caer en críticas ni juicios, salvo para la corrección fraterna.
En el Evangelio encontramos un ejemplo pedagógico de preguntas y respuestas de Juan el Bautista a Jesús. La pregunta de Juan el Bautista nació de la frustración: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?” ¿Te has sentido alguna vez como Juan el Bautista? ¿Alguna vez has esperado y te has jactado de milagros divinos, solo para sentirte decepcionado al final? La respuesta de Jesús corrige las dudas de Juan el Bautista y nos recuerda a él y a nosotros que el Mesías ha venido y está obrando milagros.
Debemos observar tres cosas sobre Juan el Bautista. Primero, su grandeza. Su nacimiento fue milagroso. Él reconoció al Mesías desde el vientre de su madre. Él era la voz, no la palabra. En segundo lugar, su misión.
Estaba destinado a ser la luz que disipara el mal y le facilitara el camino al Mesías. En tercer lugar, sus limitaciones. No era perfecto. No era realmente santo, pero sí muy espiritual. La espiritualidad es ligeramente diferente de la santidad. Uno puede ser muy ascético, lidiando con la carne con franqueza y manteniendo vivo su espíritu. Pero la santidad tiene que ver con una perfección sublime en las virtudes que nos alinean en perfecta armonía con el amor a Dios y al prójimo. Juan el Bautista no tuvo el privilegio de aprender el mensaje de la cruz. Alguien dijo algo que no puedo olvidar citar aquí: “El poder del cristianismo se esconde en la cruz. No se puede hablar de la gracia sin hablar de Cristo, ni de Cristo sin hablar de la cruz.” Juan el Bautista fue solo una señal y murió antes de ver la cruz de Jesús.
Como Juan el Bautista, cuando nos vemos asediados por los desafíos de la vida, nos decepcionamos, nos hacemos muchas preguntas, buscamos respuestas. Jesús nos dice en el Evangelio que no dudemos, sino que tengamos fe. Jesús dice: “Yo soy quien hace que los ciegos recuperen la vista. Hago que los cojos vuelvan a caminar. Hago que los leprosos sanen. Hago que los sordos oigan. Resucito a los muertos. Traigo la buena nueva a los pobres.” Y añade: “Bienaventurado el que no se escandalice de mí.” Otra traducción dice: “Bienaventurado el que no pierde la fe en mí.” La segunda lectura nos anima a ser pacientes, a fortalecer nuestros corazones y a no quejarnos. Esto significa que no debemos desesperarnos.
¿Qué nos ha quitado la alegría? ¿Cuál es nuestra ceguera? ¿Cuál es nuestra cojera? ¿Cuál es nuestra lepra? ¿Cuál es nuestra sordera? ¿Cuál es nuestra muerte? ¿Cuáles son nuestras malas noticias? ¿Cuál es nuestra prisión? ¿Cuál es nuestra decepción? ¿Qué es nuestro desierto, nuestra tierra reseca y nuestra estepa? Jesús nos invita a traerle todas nuestras aflicciones espirituales y físicas. Jesús dice: “Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso” (Mateo 11:28-30). Cuando aceptamos esta invitación y recibimos el descanso prometido, su alegría estará en nosotros y nuestra alegría será completa (Juan 15:11).
Con la llegada de la Navidad, comencemos a prepararnos para llevar a casa bolsas de regalos, no bolsas de problemas y animosidad. Hagamos de nuestro viaje navideño un viaje misionero, un viaje de amor y reconciliación; un momento de reencuentro, de compartir y de expresión de caridad. Debemos ser pacientes con Dios y con su pueblo porque “el amor es paciente y bondadoso. No se ofende”, como nos recuerda San Pablo. Cuando nos enfrentemos a situaciones decepcionantes como la muerte de un ser querido, el fracaso en un negocio, la demora en la respuesta de Dios a nuestras oraciones, no nos apresuremos a preguntar como Juan el Bautista: “«¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”
La alegría nos hará ser siempre ¡Un Cuerpo, Un Espíritu, Una Familia! Santísima Virgen María, Santa Katharine Drexel, San Miguel Arcángel, San José Gregorio Hernández, Papa San Pío X, Santa Teresa de Ávila y San Chárbel, rueguen por nosotros.
¡Suyo en Cristo Jesús!
Padre Omar





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